Si lo deshojamos de esa tonadilla mariachi que rinde pleitesía a la hermosura de las mujeres, al galanteo milenario, a la ronda de noche bajo el balcón de la novia de turno, México sigue siendo una caldera de machismos a punto de estallar. De enero a noviembre de 2024 se registraron en el país azteca 2.409 asesinatos violentos de mujeres. Por eso, el caso de Samanta Flores es una auténtica proeza en mitad de la pesadilla de balazos y cuchillos: a sus 93 años es tal vez la persona trans más longeva del mundo. Y lo es en un país donde las mujeres transexuales son víctimas de un odio de ida y vuelta, y donde en algunas zonas apenas alcanzan los 25 años de media.
Desde bien niña, la vida de Samanta se ha ido abriendo paso entre las estadísticas, como un milagro, a raíz de su infancia feliz en la pequeña ciudad de Orizaba, en el estado de Veracruz, rodeada de guayabos y limoneros. «A mi padre ni siquiera le importó que cuando era niño quisiera hacer ballet. Así de maravilloso era mi padre», reconoce orgullosa. Sin embargo, las estrecheces del pueblo la obligaron a hacer las maletas y dejar sus orígenes atrás. «Estudié para contador público en la Escuela Bancaria y Comercial, pero aquello, lógico, no era lo mío», dice. Así que se mudó primero a Los Ángeles, donde regentó un bar gay y tomó contacto por vez primera con el colectivo, y más tarde a México DF, donde descubrió su verdadera identidad y hoy es una auténtica socialité.
Así explica Samanta ese descubrimiento: «En el año 64, una amiga trans muy famosa en todo el país, Xóchitl, empezó a hacer fiestas en su casa, y la única condición era que nos vistiéramos de mujer. Ella era la reina y nosotras sus damas de honor, como su corte». Aquellas fiestas llenas de celebrities y gente bien, a caballo entre el cabaret clandestino y la libertad desaforada, fueron limando el personaje de Samanta. «Había que elegir un nombre, y yo había visto la película Alta sociedad, donde Grace Kelly interpretaba a Samantha, que tenía el doble juego de Sam, nombre masculino, y así decidí llamarme». Lo que ocurrió después es que los chicos, cuando le pedían una cita, siempre la preferían como Samanta -«me halagaba tanto»-, y lo que había comenzado como un juego de travestismos terminó por imponerse a la realidad.
Gracias al trabajo de los voluntarios y al empeño de la propia Samanta, que cada día pasaba revista, Vida Alegre se convirtió en bálsamo y motor de la vida del barrio. Hasta que el Covid les obligó a echar el cierre. Pero Samanta no se rinde, y mientras busca la oportunidad de reabrir y resucitar el espíritu del centro, sigue lanzando aquí y allí su mensaje «de empatía y convivencia». Y dejándose sorprender por la vida a cada momento. Como cuando hace un tiempo, en una fiesta, una chica se le acercó y le propuso ser imagen de una firma de moda. «Depende, dijo ella». Así se fraguó una colaboración con Gucci, nada menos, que elevó a Samanta a los altares de la alta costura. «Jamás pensé, ni en sueños, que una señora de mi edad, transexual, iba a lograr algo tan grande en el país de los machos, donde nos matan. Pues lo he conseguido».
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